domingo, 21 de agosto de 2011

El vestido de novia

Frío. Sólo hace calor dentro de la tetera, que silba cuando el agua empieza a soltar humo, como un tren que hace apurarse a los viajeros que llegan tarde y corren por el andén, arrastrando las maletas y el sofoco. Hace tanto frío en Montevideo que dicen que podría nevar, y eso que la ciudad no se viste de novia desde 1930.


Tengo estalactitas por dedos. Los niños van por la calle tan abrigados que sólo se les ve los ojos y la punta de la nariz. Camila los llama niños terroristas. Frío y sopa tibia en el estómago. Frío en los pies y parece ser cierto eso de que con los pies fríos no se piensa bien, como canta Pereza. Sí, debe ser por eso y porque, a estas alturas, seguro que mi cerebro alberga un poquito de escarcha.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La calle



Los taxis son negros, con el techo amarillo. Hay que sacar la mano si querés que el ómnibus se detenga en la parada. Si pasa, claro, porque puede que veas el mismo ómnibus tres veces en una hora y que el tuyo no haga acto de presencia.


Los uruguayos piropean con los ojos, porque apenas se entiende lo que dicen. Los mendigos utilizan también el lenguaje ocular (lo que sí se comprende es un lastimero señoraseñoraseñora). Cualquiera de los tipos que visten barba, abrigo gris y boina y cargan su mate podría ser el Oliveira de Rayuela, de Cortázar.


Los puestos invaden las aceras: garrapiñadas ("calentitas", la bolsa chica a diez pesos; la grande, a veinte), mate, relojes, prensa. El olor del caramelo serpentea entre los autos, que cruzan la calle cuando ellos quieren, porque los semáforos de Montevideo parecen ser un simple elemento ornamental.


Vale la pena atravesar la avenida 18 de julio sin los cascos, para escuchar el dulse asento ("¡Pará, pará, pará, loco!"). Pero con banda sonora las cosas se ven distintas: las caras, las tiendas, los árboles en un contexto musical se envuelven en una danza de gente que llena las aceras y reparte panfletos y te desea, muy amable, "buen día, pasala bien".

domingo, 7 de agosto de 2011

Sonidos

Cuando salgo al balcón a fumar un pucho aparecen a saludar unos árboles famélicos y desnudos. Pasa un ómnibus verde (el boleto cuesta 18 pesos). Abajo, en el portal de al lado, un tipo que deja ver el 80% del cartón sierra metales envuelto en una nube de chispas naranjas que parecen luciérnagas que se pasaron con el café. Asoma también la hucha, y me da la risa cuando me fijo.


Hace un vientecillo fresco, tan suave que apenas se nota. Luz que pregona una primavera cercana. El encanto de lo decandente, de "la que tuvo retuvo", en los edificios, que sacan sus galas al sol de las tres de la tarde, sol que no consigue despachar a mi polera de cuello alto, sorprendida por tener que trabajar en agosto.


Para cerrar el balcón hace falta una ingeniería. O comer dos veces. No ahoga el ruido que hace el calvo, el dos veces calvo de la acera, que para por un momento para conceder un solo en la partitura al tráfico de la calle Colonia.