lunes, 18 de mayo de 2009

Los tres pies del gato






Nos levantamos tarde. Un café. Unas tostadas quemadas. Una margarita sobre la lista de la compra. El esbozo de un poema en la sección de deportes del periódico regional. El día está sucio y la habitación soleada. El gato ronronea y se estira sobre las facturas de la luz. Entre dedos arpegiados, te bailo el agua a tu compás. Se rumorea en las noticias que el conflicto se va a prolongar. De hecho, se prolonga mi lucha en vano por sacarte de la cama.

No hagas la cama porque la desharemos a media mañana. La vecina tiende su blanquísima colada y sube el volumen de la radio. Nos molestamos en buscarnos las cosquillas durante los anuncios de un programa de sucesos al que no prestamos atención, con la lógica escondida junto a las pelusas bajo el sofá y los pies apoyados en la mesa llena de migas, de fotos y de nuestra ropa de ayer.

­-¿Cortado o con leche?

El desayuno dura casi hasta la hora de comernos y el espejo empañado termina siendo el lienzo de mil garabatos que desembocan en carcajadas sobre la alfombra del salón. Cuando te ríes se me ensanchan los pulmones y me sabe menos amargo el agua de fregar que en la oficina llaman expreso. Expresamente para no hacer nada en concreto contigo no fui hoy a la oficina.

Escucha cómo llueve, que hoy la bañera es el mar Egeo, tus rodillas dos islas griegas y el timbre de la puerta es la sirena de un petrolero que vamos a ignorar. Al igual que el teléfono, el ir hoy a trabajar.

­ -Si, jefe, una fiebre altísima, toda la noche en urgencias…No se preocupe, nada serio, un virus que durará un par de días.

Canapés improvisados con resquicios de la nevera. De primero una ensalada. De segundo me endulzas. Y de postre, una infusión de mordiscos.

-¿Con dos de azúcar?
-Que sean tres.

Hoy la siesta no es para dormir. Hoy la siesta es una fiesta y desconectas el móvil cuando un número desconocido te quiere hablar, seguramente de temas empresariales o burocráticos.

Por la tarde, la música a todo volumen y la persiana a medio bajar. Fumamos la pipa del “te voy a dar guerra”. Bocadillo de chocolate y un gran vaso de leche a la hora de la merienda, como cuando éramos críos y salíamos a la calle a jugar hasta que la calle se oscurecía y las madres empezaban a ver secuestradores y pederastas por doquier.

Avanza la tarde suave de la mano del drama infumable que ponen en la televisión.

-¿Quién era esa? ¿La madre o la novia?
-La asesina.
-¿No se había suicidado?
-No prestas atención: fingió su suicidio, cobró el seguro de vida, pasó una temporada en Las Vegas y luego lo mató.
-Ah…

Luego paseamos bajo el paraguas aunque ya no llueve más, con las botas de goma salpicando en cada charco y un helado en pleno invierno cuando ya bosteza el sol.

­-¿Llevas tú el bono? Porque el mío lo he perdido.- Rebuscas en el enorme saco que llevas por bolso y niegas con la cabeza.- ¿Tampoco dinero suelto?
-Tampoco.

Así que salimos del apuro de colarnos en el metro cuando el guardia se tropieza con los cordones de los zapatos. No te rías tanto, que nos van a oír y van a querer ser tan felices.

-¡Agua, agua, que ya se ha levantado!
-Pues venga, corre, pero no te pares, que vuelve a perseguirnos con un mocasín en la mano.

Corremos de la mano acompañados del estruendo de los zapatos. Salimos sofocados de las entrañas de Madrid ante miradas atónitas de guitarristas ingleses y de señoronas forradas con piel animal.

A la salida del cine tu camisa tiene sueltos dos botones más. Y tú tienes los ojos más negros. Y la nariz más bonita. Te quito una palomita que ha quedado en tu bufanda. ¡Esta era para mí!

-Pero la próxima película la elijo yo, que esta era un auténtico bodrio.

Una farola es la luna y las luciérnagas son estrellas. Estoy lleno de pintalabios. Cenamos donde siempre y nos saludan al entrar.

-Ana, Cibrán, buenas noches. ¿La mesa de la ventana?
-Por supuesto.

Compartimos un plato de pasta italiana y una merluza en salsa verde y te quito un par de caladas para acompañar al helado.

-Pues esto no tiene que ser muy difícil de cocinar-dices inspeccionando la salsa con cara de detective a la vez que la extiendes con el tenedor.

Viene la dueña, que ya nos conoce.
-Mira, cuando lleve veinte minutos en el horno le pones unas patatas panadera y está de rechupete.

Echan la verja del restaurante con nosotros dentro. Los camareros se sientan con nosotros a descansar las piernas y a contar las propinas y nos llevamos en una fiambrera unas croquetas que parecen hechas por mi abuela y un pedazo de tarta de frambuesa.

El pelo te huele a champú de frutas. Ahora también a humo de tabaco y me sabes como al río en primavera le saben las luces de suerte sobre su ribera. Cambiamos el metro por el coche de San Fernando. De camino a casa nos cruzamos con prostitutas extranjeras, solitarios que pasean al perro o perros que pasean a sus solitarios dueños, con parejas que tienen la mitad de edad que nosotros y se comportan como si tuviesen más, cuadrillas de niñas clónicas y policías aburridos que no le quitan ojo al reloj.

No. Yo ya no soy yo y tú ya no eres tú. Hoy somos el pijama olvidado debajo de la cama, el tarro de mermelada pasado de fecha, el bote de nata en la mesilla junto al despertador sin pilas, la botella de vino medio llena, la bañera medio vacía, tu alergia a la pimienta, la manta del sofá.

Te limpias los pies en la alfombrilla con una fuerza innecesaria. Abres las ventanas porque la presidenta de la comunidad debe estar enferma y nos pone la calefacción a temperaturas insanas.

-Esta mujer nos matará de una lipotimia. ¡Qué horror! Le parecerá que vivimos en Groenlandia.
-¿Y por qué no hablas con ella?
-Porque me da miedo…
-¿Que te da miedo?
-Sí…No te rías, es que tiene una mirada muy extraña. Más que ojos parece que lleva dos botones cosidos a la cara.

Esta noche encerramos tu crisis de los veintisiete y la mía de los veinticuatro en el cajón de los calcetines, junto a tus fotos haciendo de monaguillo, que escondes para que no me burle de ti, y tapamos todo con una buena capa de bossa nova. No tenemos que entretenernos en preparar cenas. De hecho, tenemos cosas mejores en las que entretenernos.

Por eso, cuando al llegar a casa el gato ocupa nuestra cama, tenemos sitio sobre la mesa de la cocina, debajo, encima del piano, en la ducha, en el pasillo, en el ascensor.
Guarda la tarta antes de que se estropee. Tira el periódico. Apaga el despertador. Dame un beso, que ya iremos otro día a trabajar.


Como ya es de noche, no tenemos ninguna intención de dormir y te lleno la casa de velas. Tú dices que parece una iglesia y yo me río. Me río al verte pelear con el abrelatas y bailar con la fregona al compás del ruido de las goteras. Me río de alivio de ver que estás más despierta y menos pálida, y eso que veo que tu pulso tiembla un poco más que ayer. Me río por ver que hoy te fuiste de compras y perdiste tres veces la misma bolsa. Me río con tu manía de cerrar todos los armarios antes de irnos a acostar, porque dices que da mal fario dejarlos abiertos. De ver que te ríes, porque últimamente tu sonrisa viene con cuentagotas.

Qué bien sabe dejarse las circunstancias olvidadas de vez en cuando. Cuando consigues que todo el mundo se crea una mentira, pero tú no puedes engañarte, los días se clavan como aguijones, pero las noches son peores, porque es cuando el veneno actúa. Por eso, cuando quien te ve cree que eres feliz y tú sabes que es tan sólo una pantomima, la cama te boicotea y no te deja dormir.

Pasadas las doce tengo tu cuerpo calmado de alegría respirando la paz del bolero que se oye desde el garito de abajo y entra por la ventana trepando por las cañerías.

-¿Reconoces esa canción? A tu abuela le encanta.

La tarareas en voz baja. Con tu cabeza en mi hombro y tu mirada fija en mi ombligo, vuelvo a silbar.
Por las rendijas de la persiana entra la luz artificial de Madrid, sus reflejos de neón, como para recordarme que todo sigue su curso independientemente de lo que ocurra en nuestra casa. Atrapo una lagrimilla traicionera antes de que tú puedas notarla.

El reloj da la una y el gato entra en la habitación moviendo el rabo con aire melancólico. Anda que no es perceptivo ni nada. Se da por invitado a dormir en nuestra cama y se hace una bola de lana a tu lado para luego empezar a ronronear como hace cuando le rascas la barriga.

Hoy te quiero más, si cabe. Hueles a enero del año pasado, a la colonia que te trajeron los Reyes. Te quiero y no tengo ningún problema en que el todo el vecindario se despierte si lo grito. Hoy todo me lo dices con el pestañeo porque hace tiempo aparcamos los reproches en la zona azul hasta que se los llevó la grúa. Hace tiempo que desechamos el “te lo dije”. Hace mucho que no me acuerdo de fruncir el ceño. Hace mucho que dejé el yoga, porque ya no lo necesito más. Al igual que dejamos a la Doctora-Artista-de-la-Psicoterapia-amiga-de-Moira, olvidamos las visitas al confesionario e ignoramos las recomendaciones de tu hermana para charlar con un sabio rabino.

Las dos. Otra vez me preguntas cómo estoy, con tus ojos negros caídos por la preocupación, si necesito algo, si no tengo sueño, si te quiero.

-Pues claro que sí, gamberro, siempre, más que a nada.

Y te acaricio la barba de tres días que te dejas crecer por capricho mío. Te beso. Entonces se te vuelve a meter algo al ojo. Esta vez a ambos ojos, parece ser.

Las tres. No necesito dormir. Y la almohada aún guarda la firma del pintalabios, el zumo que se te cayó en el desayuno (mira que te tengo dicho que traigas un trapo por si cae algo) y dos gotas de tu perfume que pusiste a propósito.

No quiero dormir y tampoco puedo. Otra vez te olvidaste de cerrar el gas, así que te levantas por quinta vez esta noche y vuelves corriendo de la cocina porque el pasillo es un campo de minas y has de esquivar las bombas, descalzo para no ser descubierto por el enemigo.

Las cuatro. Pasa una ambulancia histérica que te despierta y cambiamos su sirena por un disco de Serrat. A las cinco se va la luz de todo el edificio y la habitación queda en silencio de caricias y de humo de incienso. De los pasos del gato por la cocina y de tu boca de tulipán, que no quiere dejarme pegar ojo.

A las seis brindamos con champán francés porque hemos descubierto la Panacea. Y resulta que estaba escondida en el fondo de las copas que nos regaló tu madre y que todavía vivían en el trastero dentro de su caja de cartón, junto a los cuadros que nunca expusiste.

A las siete me llevas al séptimo cielo; y cuando me despierto huele a sábado por la mañana y a pan recién hecho.

-Cibrán, me encuentro fatal, tráeme una pastilla, o una infusión, o agua simplemente. Cibrán, tengo frío, estoy cansada, me duele todo. Qué guapo estás esta mañana…

Vuelvo a caer en tu pecho y de ahí ya sólo recuerdo tu pelo bañado en tinta china, tu piel manchada de los trozos de Sol que cayeron con el último misil y tus ojos de noche de enero en que empieza a llover.

-Cariño, ¿por qué lloras?

Y me dices que no sea agonías, que haga el favor de sonreír un poco a poco todo se fue diluyendo. Y de ahí ya sólo guardo tu miedo disfrazado, una prima lejana de tu voz:

­-Ya se pasa, no te preocupes, mi niña guapa.

Y las yemas de tus dedos temblorosos que me supieron a la pasión de un tango y a paz.
Porque, para cuando quise darme cuenta, me vi a mí misma en fa menor, demasiado pálida y demasiado huesuda, con los ojos cerrados. Con el corazón estático. Respiración en pausa.
Te vi a ti desde algún sitio cada vez más y más alto, demasiado alto, romper todas las copas, tirar todos los periódicos y caer sobre la alfombra, hecho escombros, maldiciendo entre las fotos del viaje a Estambul, por lo mal que olía en la consulta de aquel maldito matasanos.